Guía de Gran Canaria

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

Los escaparates de los sueños

Santiago Gil

No creo que haya alegrías comparables a las que teníamos de niños cuando encontrábamos el escaparate de la tienda de Pepito el de Maestro Blas atiborrado de juguetes. Yo de niño le llamaba Pepito Mastroblás y lo recuerdo como un hombre enjuto y atildado, elegante y con un cierto aire intelectual. Su tienda era el paraíso, sobre todo cuando cualquier mañana de diciembre camino del colegio o de misa nos la encontrábamos con los regalos de siempre –antes del marketing y el merchaindaising los regalos de Reyes duraban decenios- y con las novedades jugueteras de cada año. Era el anticipo de los Reyes Magos. A mí lo de la Navidad siempre me parecerá una cosa empalagosa que no recuerdo que se viviera en casi ninguna casa del pueblo, y que lo que tenía de especial era la cena, los turrones y el aguantar despiertos hasta las doce de la noche para ir a la Misa del Gallo. Nosotros éramos de Reyes Magos, y aun hoy no puedo nombrar a los tres Magos de Oriente sin sentir un cierto escalofrío. Fueron muchos años teniéndolos como lo más de lo más de la existencia, y por mucho que los típicos enterados de la caja del agua se empeñaran en desmontarnos la magia nosotros nos seguíamos desvelando cada 5 de enero, y siempre jurábamos haberlos visto mientras nos colocaban la bicicleta Orbea de color rojo, el scalextrix o el paquetón de los Juegos Reunidos. Pero todo eso que deseábamos lo habías elegido previamente en el escaparate de Pepito Mastroblás. Nos tirábamos horas delante de su tienda y él siempre nos terminaba por dejar pasar a condición de que no manoseáramos los juguetes o le hiciéramos un estropicio, pero a ver quién era el guapo que se resistía a apretar el botón del robot o a no dejar de poner en marcha el último modelo de coche de Rico.

Uno pasaba delante de aquel escaparate y la Navidad se activaba sobre la marcha, mucho antes de que llegaran los anuncios de la tele, que en aquellos años no eran como ahora. Entonces sólo se emitían los días previos, con aquel coñazo cursi de las muñecas de Famosa que se dirigían al portal y el lacrimoso regreso del eterno estudiante del Almendro. Los anuncios de nuestra Navidad, o por lo menos de mi Navidad, eran los escaparates de Pepito en la calle del Agua. Los domingos, cuando estaba cerrado, recuerdo estar con veinte o treinta chiquillos delante de la cristalera debatiendo la calidad de cada uno de los objetos y tratando de decidir cuál de todos ellos iba a ser finalmente el elegido. No sé si luego mis padres se lo comprarían a Pepito, o si lo harían en otra tienda de Guía, de Gáldar o de Las Palmas, pero yo en mis cartas recuerdo especificar no sólo los modelos que deseaba sino hasta dónde estaban situados en el escaparate. Según Pepito nunca se acababan y siempre había para todos. Lástima que luego no encontrara explicación cuando algún amigo con pocos recursos se veía casi sin Reyes o con unos remiendos que no tenían nada que ver con lo que había pedido mirando el escaparate de marras. Sí recuerdo, en cambio, la solidaridad juguetera del 6 de enero por la mañana. Nos veíamos en la Plaza Grande y compartíamos todas las bicicletas, los madelman y los balones, que en eso sí he reconocer que éramos una piña los amigos de entonces.

Lo lamentable era que casi siempre llovía el 6 de enero, y por tanto se nos acababa mojando la bicicleta o el balón dejaba de ser una presencia luminosa y blanquinegra en la que depositábamos tantos sueños y terminaba manchado de barro, o, lo que era todavía peor, comenzaba a despintarse y a perder parte del cuero, aunque los balones que nos gustaban eran precisamente los despintados y un poco más blandos por el uso y el abuso del balompié por las calles, las plazas y las canchas del pueblo. Parece mentira, y no soy ningún viejo, pero recuerdo jugar partidos interminables al fútbol en la calle Real, en la de la Carrera o en la del Medio, o unos partidos espectaculares que se montaban entre el cementerio viejo que estaba en San Roque y el taller de Lalo. Estos encuentros se celebraban sobre la una de la tarde y en los mismos destacaban los dos hijos del emblemático mecánico, tanto Manolín como Carmelo, que murió poco después mientras cumplía el Servicio Militar- unos años más tarde también moriría en la malhadada mili uno de mis grandes amigos de la infancia guiense, José Antonio Morera, y por eso tuve siempre claro que jamás iría al Cuartel, y de no haber cogido por los pelos la recién aprobada Ley de Objeción de Conciencia no creo que hubiera dudado a la hora de haberme hecho insumiso o de haberme fugado del país-. Pero estábamos hablando de los juguetes y de los Reyes Magos, aunque se me ha puesto un nudo en la garganta recordando que José Antonio, Tanito Mateos y yo éramos los primeros que compartíamos la alegría de aquel día en el zaguán de nuestras casas o dando tumbos por los alrededores de la Plaza de San Roque. En fin, supongo que hay que decir que es ley de vida o alguna de esas frases eufemísticas con las que solemos esconder la impotencia ante la derrota y las pérdidas de los seres queridos. Sigamos adelante.

En Casa de Pepito Mastroblás también se frustró mi vocación de cantante. Yo, como muchos otros guienses de mi generación, quería ser como Braulio. Bueno, primero quería ser medio rockero, influido por la imagen de los bajos y las guitarras eléctricas que estaban en la pared de la habitación de mi primo Carlos Larrodé – alguien a quien también se llevó malévolamente la parca-. También tuvieron mucho que ver los ensayos del grupo Los Rayos en un local de la casa de Antonio Aguiar que daba para la calle Real. Yo, con cuatro o cinco años, y apelando a la presencia de mi primo Carlos, me colaba casi a diario en los ensayos y me quedaba abobado escuchando la batería. No recuerdo haber deseado otra cosa en el mundo con la fuerza con la que deseaba aquella batería, o cualquier batería que supliera los calderos que le quitaba a mi madre, y tanto insistí que para Reyes me dejaron una al lado de los zapatos con todo el esplendor de los tambores, los platillos y las baquetas. No era la que yo quería. Yo había pedido la que tenían los de la orquesta, y me costó mucho aceptar aquella imitación preparada para que los niños dieran sus primeros golpes. No me duró un asalto, y en cuatro días me cargué el bombo y los tambores. Ahí se quedó por tanto mi vocación de rockero o de émulo de Ringo Starr. Pero eso no hizo que desistiera en mis sueños musicales. No sé si sería al año siguiente o un par de Reyes más adelante cuando pedí a los Magos de Oriente una guitarra para hacerme cantante como Braulio. Ya en el colegio me había llevado un concurso que hicieron en mi clase cantando con siete u ocho años el Decir Adiós de mi paisano. Todavía recuerdo la cara de asombro de un profesor que se llamaba José Ángel que por esos días sustituía a don Nicolás. Con esos profesores notábamos que algo estaba empezando a cambiar en el país: se presentaban con grandes barbas, no nos amenazaban con penas o reglazos y se dirigían a nosotros como colegas. Claro que eso tenía como consecuencia que no les hiciéramos ningún caso y que nos volveríamos unos rebeldes de cuidado. Supongo que con los años se fue acentuando ese colegueo y que poco a poco los alumnos se han ido haciendo con los profesores. Y no es que defienda la violencia o las amenazas, que antes me quedo con la anarquía actual, pero sin el respeto al profesor no hay nada que hacer y todo está condenado al fracaso. Con don José Ángel – él nos decía que le llamáramos José Ángel, sin el don, pero ya ven- nos pasábamos tres pueblos, y el buen hombre no tenía más remedio que llevarnos a su terreno improvisando partidos de fútbol en el patio o montando concursos como ése de canciones que les estaba contando. Su cara era un poema cuando escuchaba cómo aquel chiquilicuatro se ponía serio y decía de carrerilla lo de "regresas hoy a tu país y abatido pensé: ya no podré saciarme en ti tan lejos de mi ser…" Yo no sabía qué diablos estaba diciendo, pero el tal José Ángel les aseguro que estaba totalmente anonadado con mi prematura nostalgia de cuerpos desnudos y noches de blanco satén.

No fui cantante, como tampoco logré ser futbolista, que a lo mejor por eso mismo he terminado siendo escritor, para llorar por las metas no alcanzadas. Lo de cantante me lo quise tomar más en serio. Mi abuelo paterno era un virtuoso del timple – en realidad era un virtuoso de muchas cosas, como mi otro abuelo, Zenobito García, y de los dos me gustaría escribir algo próximamente, aunque a quien traté y conocí fue a mi abuelo Santiago, o Santiaguito el Bodeguero, que es como se le conocía por disponer su negocio de un maravilloso mundo interior compuesto por grandes barriles de vino-, y por tanto se suponía que yo me tendría que manejar de maravilla entre las cuerdas. Nanay de la China. Realmente lo que no superé fue el solfeo. Pepito me puso a solfear desde el primer día, y reconozco que no recuerdo nada tan aburrido ni tan incomprensible como aquéllo, ni siquiera las matemáticas, y ya es decir. El bueno de Pepito se esforzaba y yo también, y hasta me aprendía las lecciones y todo lo que me mandaba, pero los malandrines de mi pandilla se ponían delante del escaparate exhibiendo los balones, los carros de cojinetes, las cometas, los boliches o las bicicletas, y después de haberme invitado a viva voz se iban en busca de aventuras. Yo me quedaba aliquebrado y con la moral por los suelos. Pepito me decía que tenía que ser disciplinado si quería ser músico, y yo le respondía que yo no quería ser músico sino cantante como Braulio o como Nino Bravo. Él insistía en que para ser un buen cantante había que aprender antes solfeo. Era un purista y además tenía razón, pero para mí era un suplicio aquel peregrinaje constante de amigos que se movían entre San Roque y La Plaza dándome de merecer y mirándome como a un bicho raro cuando me veían recitar el Do Re Mi de las narices. Lo dejé. Si a lo mejor las clases hubieran coincidido con la época en que Pepito tenía la tienda llena de juguetes igual hubiera aguantado, pero los juguetes desaparecían del escaparate justo al día siguiente de Reyes y no volvían a aparecer hasta el mes de diciembre. En aquellos años, por supuesto, no estaba en Gran Canaria El Corte Inglés ni había ningún hipermercado de juguetes: todo tenía su ciclo, y de alguna forma se imitaban los ciclos de la propia naturaleza heredados durante siglos a través de ancestrales tradiciones. No creo que deba aclarar que empecé a faltar a las clases de Pepito y por ello a variar la ruta cuando bajaba o subía a la Plaza o al Colegio, evitando cuidadosamente la calle del Agua durante varios meses. Luego llegaron otra vez los Reyes y ya pudo más el tirón de la ilusión que las vergüenzas por las deserciones musicales. Pepito, que era todo un caballero, nunca me echó nada en cara. Supongo que él vería sobre la marcha mi poco futuro en el mundo de la musa Euterpe y los acordes.

En una tele en color de exhibición que estaba en su escaparate también vimos en esa época toda la parafernalia fascistoide de la muerte de Franco, la coronación de Juan Carlos de Borbón o el mismísimo intento de golpe de Estado de aquel guardia civil chusquero y ultramontano que se llamaba Tejero. Toda la vida pasó por el escaparate de Pepito el de Mastroblás y seguro que si hablo con cualquiera de los entonces me refieren similares momentos mágicos y maravillosos vividos en aquel paraíso de ilusiones cada vez que llegaba diciembre. El tiempo, cuando se recuerda desde la vorágine de estos alocados días, parecía como si fuera mucho más despacio. Y no creo que sea sólo por el propio concepto temporal que uno tiene en la infancia. La ciudad era mucho más recoleta y paradójicamente más bullanguera y divertida. A veces te preguntan que por qué en Guía sale tanta gente valiosa en sus respectivas dedicaciones, y que por qué se ha dado tanto y tan bien el cultivo del arte y de la belleza. Mi respuesta es siempre la misma: porque todos ellos tuvieron una infancia maravillosa, imaginativa y llena de aventuras. Y sé que no todo el monte es orégano y que siempre resulta peligroso y pueril generalizar, pero en este caso sé lo que me digo. Incluso a los indeseables se les veía venir desde que éramos niños.

Agosto de 2006.

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