Guía no es un lugar en el que el
mar juegue un papel fundamental en la vida diaria de sus habitantes.
Sabíamos que estaba ahí, que según levantáramos la cabeza siempre
encontraríamos el azul del océano cerrando todos los horizontes. Yo el mar
lo conocí en Agaete. Era otra relación con el agua y la brisa marina,
había más cercanía y no se concebía la vida lejos de la costa. En Guía
éramos más de campo, de andar por los barrancos y las calles de adoquines,
más de procesiones, papagüevos y tardes enteras en la plaza conversando e
inventando nuevos mundos sin salir de este mundo, de aquellos mundos.
Estaban Roque Prieto o San Felipe, pero quedaban lejos, y además siempre
había reminiscencias de ahogados y corrientes peligrosas. Nuestro mar era
un mar de leyendas, un Mar del Norte entre acantilados casi británicos y
oleajes que sólo desafiaban los más osados y conspicuos nadadores.
Lo más que se asemejaba al mar en
mi infancia guiense era la arena fría de los terreros de lucha. Cuando yo
era pequeño el terrero estaba en San Roque, justo al lado del Polvorín.
Allí también estaba la herrería de Juan Del Toro. Me acuerdo de estar
mañanas enteras concentrado en los hierros candentes y en la fragua, en
aquella especie de infierno de andar por casa que estaba justo al lado de
lo que se suponía que eran los vestuarios del terrero de lucha.
De niño practiqué la lucha canaria
como un juego. Lo que todos queríamos entonces era caer en la arena para
revolcarnos. Los luchadores se empeñaban en enseñarnos pardeleras y
burras, pero lo que nosotros queríamos era tirarnos en la arena. Si nos
hubieran dejado también hubiéramos construido castillos y volcanes como
los que hacíamos en la playa de Sardina o en la de Agaete, cuando ésta
todavía tenía una parte de arena negra justo debajo de la avenida.
A las luchas siempre entrábamos
gratis. Recuerdo que había una especie de bombillo en el centro del
terrero de San Roque que ahora en la distancia vuelven casi épicos y algo
caribeños mis recuerdos. Conocíamos a todos los luchadores del Ramón
Jiménez, pero si me preguntan no sería capaz de dar el nombre de uno solo
de ellos. Con los años, a partir de los diez o doce, sí recuerdo que el
equipo guiense, unido al Guanarteme, se quedó campeón de Canarias con
puntales como el Pollo de Moya, Santiago Ojeda, Elías el Palmero o el
Pollo de la Plaza. Pero eso ya fue cuando el terrero ya era más
sofisticado y contaba con todas las comodidades en el barranco.
No sé si fue antes o después de
San Roque cuando las luchas se celebraron en lo que es hoy el Teatro
Municipal, justo al lado de la Casa de la Cultura en el calle de la
Cárcel. Allí recuerdo a Tomasín vestido con ropa de brega animando los
prolegómenos de la luchada, y también me acuerdo que venía un luchador que
era de Veneguera que le había salvado la vida a Tomasín cuando éste se
quedó aislado por la marea a principios de los sesenta. Mi madre daba
clases en Veneguera en aquella época y mi abuela y Tomasín le acompañaron
a pasar el año que debía estar casi aislada del resto de la isla. Por lo
visto Tomás se fue a caminar por la costa con la marea baja y se metió en
una cueva de la sólo pudo salir gracias a la ayuda de unos avezados
pescadores. Uno de ellos, como digo, era uno de esos luchadores que luego
siempre que venía por Guía pasaba a saludarnos por mi casa o por casa de
mi abuela.
Las luchas tenían el mismo encanto
que tenía todo el pueblo entonces. Y no es que uno idealice los recuerdos.
No en vano en la infancia es donde está más presente la violencia y el
abuso de los más fuertes y los más galletones, y en Guía, claro está,
había muchos abusadores y muchos cabrones siempre dispuestos a imponer su
ley a fuerza de piñas, patadas o amenazas. Uno trataba de salvarse como
podía, y por suerte, como luego en la vida adulta, los que vamos de buena
gente somos mayoría y de alguna manera terminamos ganando, o por lo menos
buscamos caminos para que nos respeten esos malvados que en la mayoría de
los casos no han hecho que ir cogiendo cuerpo con el paso de los años. Lo
bueno de la Lucha Canaria es que con un par de técnicas bien ejecutadas
podías dejar en la arena a aquellos fortachones que eran todo músculo. La
lucha, además de fuerza, requiere maña y sobre todo inteligencia y afán de
superación, y muchos de aquellos abusadores no tenían más que fuerza
bruta.
Creo que a la Lucha Canaria la
mataron cuando cambiaron la arena de toda la vida por las colchonetas y el
tatami. El olor de la arena, tanto para el público como para el luchador,
tiene unas connotaciones atávicas que nos unen a nuestros antepasados. Lo
otro es más de lo mismo, sofisticación, horas de gimnasio y encima
últimamente hasta consumo de anabolizantes y otras sustancias no menos
dañinas y tramposas.
Los luchadores de entonces eran
como héroes griegos para los niños que contemplábamos atónitos cómo
peleaban en la arena. Muchos de ellos venían directamente de trabajar las
tierras o de poner ladrillos. No había figurines ni chulos ansiosos de
gloria. Algunos luchaban porque ya lo habían hecho antes sus padres y sus
abuelos. Había mucho de tradición y de orgullo en la práctica de este
deporte, y eso precisamente es lo que lo mantenía tan vivo y tan arraigado
entre la gente. Recuerdo llenazos hasta la bandera en San Roque, en el
Teatro Viejo y en el terrero del barranco. Se vivía con auténtica pasión
cada agarrada y los aficionados pagaban sobre la marcha al ganador, sin
trampa ni cartón, duro a duro, aplauso a aplauso. Y esos duros y esos
aplausos los compartía todo el equipo sin privilegios.
Yo, como tantos otros de mi
generación que nos acercamos a este deporte de forma amateur, aprendimos
mucho de la Lucha Canaria, de su nobleza, de su respeto a unas reglas no
necesariamente escritas y sobre todo del respeto al contrario, al que
pierde y queda en el suelo. Esa enseñanza ha sido vital en mi vida: al
contrario que en otros deportes, en la Lucha Canaria el que gana ayuda al
que pierde a levantarse del suelo, y luego el que pierde le da la mano
reconociendo más que la victoria, que en este caso es lo de menos, la
caballerosidad del triunfador. Te enseñan que tan importante es el que
gana como el que pierde, porque todo es una cuestión de azares y de
suertes, y al día siguiente los papeles pueden estar cambiados. Aprendes
que tus logros y tus retos jamás pueden conllevar el hundimiento o la
humillación de otra persona. A veces aprendes con cuatro o cinco fogonazos
en la infancia lo que tardan años en enseñarte los libros o la propia
vida. La del ganador levantando del suelo al derrotado es una imagen que
jamás se me va de la cabeza. Si olvidas esa regla de oro corres el riesgo
de convertirte en un canalla.