Guía de Gran Canaria

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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

LAS BICICLETAS

Santiago Gil

No concebiría la infancia sin bicicletas. Hay un pedaleo que nos lleva directamente a las tardes en la Plaza Grande dando vueltas como en un carrusel de sueños. No era cómodo ir en bicicleta por nuestro pueblo. Por todas partes te encontrabas con subidas y bajadas pronunciadas, e incluso las que creíamos calles llanas como Médico Estévez se convertían en empinadas cuestas apenas empezabas a circular por ellas. No era nada fácil mantener un ritmo de subida constante por la calle del Agua o la calle Real, y no digamos por el callejón trasero al Ayuntamiento o cuando nos daba por subir en dirección contraria la calle que hoy lleva el nombre de Santiago Betancort Brito. Hacían falta buenas piernas para apechar esas calles empinadas que canta Braulio en su canción y en la que tantas veces caímos derrotados echando pie en tierra a media subida.

Otra cosa eran las bajadas. Íbamos como locos desafiando las esquinas y los muchos baches que encontrábamos en los adoquines. Entonces había pocos coches circulando por las calles del pueblo y la verdad es que nosotros debíamos ser de goma, que sólo así se entiende que hayamos llegado sanos y salvos a estos días y que podamos estar hoy rememorando aquella sensación de libertad absoluta, y creo que inigualable, de cuando nos sentíamos volar por algunas de las muchas pendientes del casco histórico guiense.

Todas las bicicletas que tuve fueron rojas. No recuerdo el color del triciclo, pero sí el de la bici de ruedas macizas y el de la Orbea que comenzó su andadura arrastrando dos ruedas traseras de seguridad que, además de hacer un ruido insoportable, nos llenaban de vergüenza y nos dejaban en evidencia delante de los que ya casi volaban por la Plaza Grande. Ya he dicho muchas veces que uno de los días más recordados de mi infancia fue el primero en que con ayuda de una llave inglesa cogida por algún amigo en su casa separé las dos ruedas traseras y empecé a descubrir que el mundo era verdaderamente maravilloso cuando te dejabas llevar por el pedaleo y sentías el aire golpeando tu cara. No voy a decir que volábamos, pero era como si lo hiciéramos, sobre todo cuando nos dejábamos ir sin frenos por las carreteras de La Vega y llegábamos a Gáldar casi tan rápido como los coches que bajaban bordeando el Pico de La Atalaya.

Debíamos tener doce o trece años cuando nos hacíamos esas escapadas. Para el regreso, previo paseo triunfal por las calles Gáldar tratando de llamar la atención de la novia soñada de turno, nos metíamos por la zona de La Montaña y nos adentrábamos por Rojas, Becerril y La Atalaya. Alguna que otra vez nos las tuvimos que ver con grupos de gamberros que nos lanzaban piedras o amenazaban con robarnos las bicicletas, pero la sangre nunca llegó al barranco de Las Garzas y con el tiempo aquellos gamberros se convirtieron en nuestros camaradas en equipos de fútbol o lucha canaria, o bien compitiendo cada lunes en los partidos interescolares que disputábamos en el pabellón Juan Vega Mateos de Gáldar. Para jugar esos partidos no íbamos en bicicleta sino que nos metíamos ya con el equipaje puesto en el coche de don Cesáreo. Lo que no entiendo es cómo cabíamos allí dentro. Creo recordar que era un SEAT 127 rojo, y si no era ese modelo era uno similar. Desde la distancia, y teniendo en cuenta la tensión de los músculos en aquel espacio claustrofóbico, empiezo a entender por qué perdíamos casi todos los partidos. De todas formas jugar en aquel polideportivo, entonces recién estrenado, era para nosotros casi como hacerlo en el Nou Camp o en el Bernabéu, aunque en ese caso el césped era sustituido por el parquet.

Cuando nos íbamos de aventuras nunca íbamos solos. Casi siempre quedábamos entre cinco y diez amigos que aparecían con distintos modelos, desde las sofisticadas Chopper y las primeras bicis con cambios en el volante, hasta la Orbea o la BH de toda la vida que utilizábamos la mayoría. A la hora de correr o de subir las cuestas no valían los modelos, y de hecho los más creídos y confiados en las marcas solían quedarse siempre los últimos.

Con el tiempo nos hicimos con bicicletas de carrera, pero ya eso fue en el instituto y en mi caso prefiero no recordarlo porque si hoy estoy vivo es de milagro. Una tarde lluviosa de febrero salí volando por La Cuesta de Silva a una velocidad tremenda después de no haber tocado freno en las tres o cuatro curvas que hay después del Cenobio Valerón. Guardo unas cuantas cicatrices en mi cuerpo que dan fe de aquel milagro.

Pero esas bicicletas de carrera ya no tenían el encanto de las otras, de aquellas que pesaban un quintal y que no sé cómo diablos mantenían la estabilidad. Para ahorrarme las cuestas que conducían a San Roque yo guardaba la mía en el almacén de la Bodega de mi familia, en El Siete, aparcada entre cestas de turrones y cajas de refrescos. A veces estaba varios meses sin moverse. Como todo en nuestra infancia había unos ciclos, me imagino que atávicos o meteorológicos, que nos hacían decantarnos por las distintas aficiones o juegos según los meses. Cuando tocaba bicicleta estábamos todo el santo día con la bici para arriba y para abajo, lo mismo que cuando tocaba boliches, cometas o carricoches de cojinetes, pero luego cualquiera de esos fieles acompañantes desaparecía y se podían tirar meses olvidados. Hubo una vez, claro, en que el olvido se alargó más de lo debido y ha llegado hasta nuestros días. Quizá el único objeto al que guardábamos fidelidad todo el año era el balón; de resto todo era pasajero, cíclico o una cuestión de modas, anuncios en la tele o en el caso de la bicicleta coincidencia con la Vuelta Ciclista a España o el Tour de Francia.

Ya digo que un buen día se detuvieron los ciclos y todos esos juegos se fueron olvidando, lo mismo que los objetos y los lugares en donde los practicábamos. No sé cómo acabó la Orbea roja, ni si a estas alturas existe en alguna parte. Tampoco sé en qué lugar se perdieron las colecciones de estampas, los boliches o los equipajes de fútbol que se nos fueron quedando pequeños a medida que crecíamos y la vida nos iba metiendo en otros juegos mucho menos divertidos y vocacionales. Sucedió lo mismo con los amigos de entonces, con todos aquellos que se escapaban con nosotros de aventura pedaleando en busca de unos sueños que creíamos eternos cuando nos daba el aire en la cara y parecía que siempre íbamos a estar en disposición de descubrir el mundo.

Noviembre de 2006.

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