EN LA CASA DE SAULO
Para Saulo y Laura, que habitan el espacio en
el que en otro tiempo tuvimos un rincón de nuestro paraíso
Santiago Gil
No sólo jugábamos en la calle. Los días de lluvia buscábamos refugio en
nuestra casa o en las casas de nuestros amigos hasta que escampaba. Los
niños éramos como las moscas o los pájaros y ya sabíamos desde que
empezaba el día cómo iba a estar el tiempo. Todavía conservábamos un
sexto sentido más en contacto con la naturaleza, una especie de herencia
atávica que luego hemos ido perdiendo con el paso de los años y el
alejamiento de la tierra mojada. De niños no teníamos miedo a los
animales. El miedo viene luego con la racionalización de los sueños, las
fobias heredadas y cuatro películas o leyendas mal asimiladas en su
momento. Nos meten el miedo en el cuerpo para intentar tenernos
controlados. Y lo primero que hacen es robarnos la bendita libertad de
seguir haciendo lo que a uno le da la real gana, que es lo que hacíamos
cuando éramos niños, jugar, dejarnos llevar, disfrutar cada segundo de
nuestra existencia y preocuparnos sólo cuando algo se interponía entre
la diversión y nosotros.
La lluvia era una de nuestras más enconadas enemigas. Las calles mojadas
no eran aliadas de las bicicletas y los balones, ni tampoco del callejeo
en busca de aventuras. No quedaba más remedio que buscar refugios para
seguir jugando. Y la Casa de Saulo, en la Calle del Medio, era sin duda
uno de nuestros refugios preferidos. Por allí andaba un gato siamés
abúlico y gandul que era de la Tía Seita, o el genio de la tía de Quica
yendo de un lado para otro y sacándonos a todos nosotros la memoria de
nuestros padres y abuelos, con todo el anecdotario socarrón tan propio
de nuestros mayores. Y luego la tía Carmencita, que recuerdo que fue a
la primera mujer que yo vi fumar, y además Mecánico. Nos quedábamos
mirando para ella alucinados. No era el prototipo de señora mayor que
veíamos por Guía. Tenía mucho carácter, se dirigía a nosotros de tú a tú
y poniendo los puntos sobre las íes cuando hacíamos algo mal, y además
no se casaba con nadie. Con los años la pude conocer más en el Puerto de
Las Nieves, donde siempre iba con sus perros con nombres de personas y
su cigarro pegado a la comisura de los labios. A mí si me dieran a
elegir la vejez no desdeñaría un paisaje como el del Puerto de Las
Nieves de hace treinta años y tres o cuatro perros para pasear al
atardecer. Pude despedirme de ella un día en que Tomasín se metió como
se metía siempre por el hospital de San Roque, igual que Mateo por su
casa, y se empeñó en ir a saludarla. Él me decía que quería ir a ver a
alguien a quien nombraba Ela, Meeela o algo parecido, que yo no era
capaz de descifrar. Íbamos camino de la presa, pero no hubo manera de
detenerlo. Cuando llegué frente a Carmencita, o Canca, que creo que es
como la llamaba siempre su sobrino Braulio, se me puso un nudo en la
garganta. No podía hablar, pero te seguía marcando el paso con los ojos,
y les aseguro que los cruces de miradas entre ella y Tomasín todavía los
conservo como si estuvieran generando la misma electricidad emotiva de
aquel instante.
En la Casa de Saulo estábamos bajo la supervisión de su madre, Mercedes
Gloria, que también tenía la facultad de saber hablarnos a los niños
como si fuéramos adultos. Quizá hable de esta casa porque estaba situada
entre mis dos paraísos infantiles, el de San Roque y Las Barreras y el
de La Plaza y el Barranco. Por allí parábamos todos en las subidas y
bajadas de las pendientes, siempre corriendo, por supuesto, o haciendo
el payaso, o lanzados en bicicleta con el riesgo de rompernos la cabeza
en cualquier esquina.
En la Casa de Saulo reinaba el Monopoly. Los demás podíamos tener el
juego de marras, pero no era lo mismo, no tenía el mismo caché jugar en
tu casa o en cualquier otro lugar que jugar allí con toda la tropa de
amigos peleando por la calle de Alcalá o Leganitos. Voy a nombrar a
alguno de los que parábamos por allí a menudo, aunque de entrada sé que
me voy a dejar a muchos en el olvido. Allá van los que me vienen ahora a
la mente: Carlos Aguiar, Pedro Silvela, Martín Julio Suárez, Víctor
Aguiar, Francisco Talavera, Antonio y Jerónimo Vera, Tano Mateos, Julio
y Rubén Padrón, Octavio Estévez, Miguel Ángel Saavedra, Luis Marino,
Quique Miranda, Santiago Bañolas, Isaac, Juanjo Trujillo, Sergio Aguiar,
Máximo Bautista, Alex Estévez, Javier Mateos, Francisco Aguiar, José
Juan Moreno o Pepe Roque (la casa de éste último era para todos nosotros
el paraíso soñado por la cantidad de juguetes y cachivaches que había
por todas partes). Se me quedan muchos atrás, lo sé, y cualquier error
es una falta de respeto a quienes éramos poco menos que hermanos.
La Casa de Saulo fue testigo de nuestros sueños y de nuestros deseos
para el porvenir. No sé si luego a alguno de nosotros se le cumplió ese
sueño prematuro que con el tiempo seguro que se fue perfilando de otra
manera hasta casi diluirse o parecerse muy poco al original. Saulo tenía
el balón del que ya hablaba en otro relato: un balón que nunca recuerdo
nuevo y que yo creo que duró toda nuestra infancia, con aquel peso justo
para que no te doliera al rematar de cabeza y la textura casi
aterciopelada del cuero ajado y curtido en mil batallas. Pero cuando
hablo de la Casa de Saulo hablo también del zaguán, de la acera que
estaba delante o de la azotea, con esa magia y esa incitación a la
aventura que tienen muchas de las azoteas de Guía. En aquella casa, por
ejemplo, nos decantamos en la final del Mundial 78 por Holanda o por
Argentina. Recuerdo que era el cumpleaños de Saulo. Yo iba con
Argentina, por la influencia de Carnevalli, Brindisi y compañía, aunque
incomprensiblemente ninguno de aquellos argentinos de Las Palmas jugó el
Mundial, y también por Mario Alberto Kempes, uno de mis grandes ídolos
de mi infancia futbolera. Esa final se ha convertido en una de las
imágenes que se siguen presentando nítidas con el paso de los años.
Igual hablo con Saulo o con alguno de los amigos de entonces y ni
siquiera se acuerdan. Puede pasar. De hecho yo creo que para recordar
deberíamos reunirnos con todos los amigos de la infancia para que cada
uno fuera relatando ese momento inolvidable que seguro que el resto no
recuerda, entre otras cosas porque los momentos sublimes e inolvidables
de cada cual son tan subjetivos como la vida misma. Y también porque la
memoria suele hacer con nosotros lo que le da la real gana, aunque por
suerte sí es verdad que tiene tendencia a olvidar lo más funesto, y de
hecho gracias a esos olvidos necesarios podemos seguir sobreviviendo más
o menos dignamente.
Casi todos los amigos que coincidíamos en la Casa de Saulo estudiamos
juntos durante muchos años, la mayor parte de ellos con Nicolás Aguiar
en el colegio que hoy lleva su nombre. Nos unía el callejeo constante,
la búsqueda del juego y un solidario sentido de la diversión y de la
propia existencia. A muchos no los veo hace años, y sin embargo cuando
nos encontramos nos basta una mirada o un pequeño gesto para recocernos
casi como hermanos. No en vano juntos fuimos descubriendo el mundo en
las cuatro calles que ahora parecen tan poca cosa, pero que entonces no
tenían límite porque nuestra calle no eran sólo unos cuantos adoquines y
unas estrechas aceras por las que jamás recuerdo que fuéramos caminando.
Cada paso valía su peso en oro y no nos permitíamos jamás perder el
tiempo. Siempre estaba la imaginación revoloteando como aquellas mágicas
mariposas de colores que andábamos esperando desde que veíamos los
capullos de seda en los muros y las paredes. Al final ni las mariposas
ni nosotros logramos que se eternizara la primavera.
Septiembre de 2006.