A estas alturas de la vida sigo teniendo pocas cosas
claras. Quizás sabes que el amor y la salud es lo primero, y que hay días
mejores y días cuya suerte desde que amanece parece que la carga el
diablo. Tampoco te queda ninguna duda de que estás en manos del azar.
Claro que vale el esfuerzo personal, las circunstancias, el ambiente en el
que uno vive y los valores que nos hayan transmitido, pero puesto todo en
paridad de condiciones ya lo otro queda en manos del azar. Desde que
éramos niños estamos regidos por sus caprichos, incluso antes de haber
nacido, cuando podíamos habernos quedado como cualquiera de aquellos
millones de espermatozoides que lucharon contra el nuestro y perdieron,
millones y millones de sueños rotos y de rostros que jamás llegaron a ser.
De niños también nos pudo haber descalabrado cualquier pedrada de aquellas
guirreas en los barrancos y en las montañas del pueblo, o nos pudimos
ahogar en las maretas o en los mares bravíos en los que nos adentrábamos
desafiando al sentido común. Por eso es una suerte estar vivos y poder
celebrarlo.
Siempre me he planteado qué diablos hubiera sido de mi
generación si no hubiera muerto Franco en 1975. Me acuerdo perfectamente
de la pacata, gris y claustrofóbica vida que se vivía antes de la llegada
de la democracia. Es verdad que uno era niño y que estaba todo el santo
día jugando y viviendo intensamente la vida como si se fuera a acabar a
cada momento. No teníamos ni idea de la situación política ni entendíamos
nada de lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor. Pero había algo que
volvía otoñales y grises incluso los días más radiantes del verano, una
especie de sotana desvaída, un olor a cera y a naftalina, aquellos
uniformes y tricornios de los guardias civiles de entonces, o el abuso
prepotente y despiadado de unos guardias municipales que además de
quitarte la pelota si jugabas en la plaza amenazaban siempre con pegarte
dos cachetones si se te ocurría pedir explicaciones. Y luego estaba
aquella bandera de la Falange con el yugo y las flechas que colocaban en
lo más alto del ayuntamiento, y los de la OJE pegando gritos marciales y
jugando a ser mayores vestidos de militronchos de cornetas y tambores. Y
qué decir del Cara al Sol. Sonaba por todas partes. Me acuerdo un día que
yendo para el colegio me encontré a muchos hombres con camisas azules
cantando ese himno de marras en la plaza, creo recordar que en la Cruz de
los Caídos. Fue algo impresionante que todavía retumba en mi memoria con
el mismo pavor con que retumbó entonces, aun cuando no supiera de qué iba
la letra ni a quién invocaban aquellos fanáticos. Recuerdo sus aires
marciales y la rabia en sus gestos, muy a lo Millán Astray o a lo Franco
con el gesto que traía en los cinco duros o en los sellos de media peseta.
Eran los tiempos de un canal en la tele, de la Semana Santa sin poder
hacer un ruido más alto que otro, cuando ni siquiera nos dejaban jugar al
fútbol el Viernes Santo, o estar correteando como locos, como siempre
entonces, por las calles del pueblo. Pero ya digo que mi generación tuvo
suerte y se escapó a tiempo de aquel gris de abrigo de astracán y
autarquía que tanto mal sigue haciendo en el subconsciente de la sociedad
que vivimos ahora mismo.
Gracias a ese cambio somos como somos hoy en día. No
digo que seamos mejores o peores que las otras generaciones, pero sí que
contamos con la suerte de ver un mundo sin tantas censuras. La sensación
que uno tiene de entonces es que llegó el color. Me imagino que esa
sensación está marcada por la llegada del propio color a la tele.
Recuerdo, además, que las primeras imágenes a color en la televisión
fueron justamente las del entierro de Franco y la posterior Coronación de
Juan Carlos como Rey. Eran pocos los que en aquellos años contaban con
tele en color en su casa, y por eso todos los chiquillos nos quedábamos
abobados durante horas viendo pasar la gente en las pantallas que sacaron
a sus escaparates Pepito el de mastroblás y las peluqueras que estaban en
la calle Poeta Bento, al lado mismo de la Plaza de San Roque. Nos gustaba
más esta segunda opción porque por ese callejón apenas pasaban coches y
porque nos podíamos sentar en la acera y los portales que estaban en
frente a mirar alelados las imágenes. Es increíble cuánto hemos cambiado
desde el punto de vista tecnológico y lo cutres que éramos entonces. Y
luego resulta paradójico que justo el primer recuerdo de color y por tanto
de emoción y cierta felicidad que tiene la gente de mi generación sea
justamente el entierro de Franco. Entonces no sabíamos nada del Caudillo
más allá de que estaba hasta en la sopa y de que no te quitaba la mirada
de encima ni cuando ibas al colegio y te lo encontrabas mirando para ti
junto al Crucifijo, justo al lado de un par de mapas repintados. Los
mayores nos mandaban a callar cuando nos veían muertos de la risa y
gesticulando delante de la tele. Nos decían que era una cosa seria que no
debía tomarse a choteo, y la verdad es que viendo la cara de la mayoría
era para asustarse. La gente estaba como si se les hubiera muerto el padre
y no supieran qué hacer con su vida. Las señoras mayores se persignaban
cuando pasaban al lado de la pantalla y algún que otro hombre derramaba
una lágrima o se quedaba mirando serio y circunspecto casi sin permitir
que nosotros respiráramos y mucho menos que diéramos rienda suelta a
nuestra maravillosa capacidad para la burla y la risa. Luego, cuando la
Coronación del Rey, ya sí nos dejaron reír a mandíbula batiente. No
entendíamos nada porque para nosotros el entierro y la coronación no
dejaban de ser parte de la misma historia, pero ya digo que en la segunda
ya no lloraba la gente cuando pasaba delante de la pantalla, y hasta nos
decían que miráramos bien porque estábamos asistiendo a un hecho histórico
que recordaríamos toda la vida. Y por lo que escribo ahora no se
equivocaron, aunque los recuerdos no sean como los que querían ellos.
Ahora aparecen es como una especie de arjé de la fisis filosófica, como el
momento del cambio del gris al color de nuestra infancia.
Y lo bueno de aquellos días en que el azar quiso
regalarnos otro futuro no sólo era ese acercamiento a las pantallas que
refulgían y brillaban de colorines en los escaparates. Lo mejor era que no
teníamos clase en el colegio. Eso era el no va más de nuestra infancia, y
me imagino que de cualquier infancia que se precie. Vernos un lunes o un
martes de noviembre haciendo el gamberro por las calles del pueblo nos
convertía en los seres más afortunados de la tierra, y encima con el
regalo de esas primeras imágenes en color. Al final está claro que
terminamos cansándonos de tanto desfile de gente compungida y preferimos
volver a nuestros barrancos, nuestros boliches o nuestras cometas de papel
cebolla. En eso no había variado la infancia anterior al 20 de noviembre
de 1975, pero sí en lo otro, en la mirada de la gente, en el color de las
banderas, y en una especie de felicidad y emoción que empezó a impregnarlo
todo. Nosotros fuimos creciendo con esa conquista de las libertades y eso
se notaba sobre todo en la enseñanza. Lorca, Antonio Machado o Pérez
Galdós se convirtieron en los grandes protagonistas de los manuales de
literatura en el instituto, y los profesores nos contaban una historia en
la que cabían todos, aun cuando todavía hubiera un cierto temor a los
facciosos y a los ultramontanos. El 23 de febrero de 1981 nos enseñó que
ese temor no era infundado y que nunca debemos bajar la guardia. Yo
recuerdo que ese día, ya con más uso de razón pues andaba cerca de los
catorce años, estaba jugando al fútbol en la cancha del barranco cuando
alguien nos dijo que recogiéramos nuestras cosas y nos marcháramos porque
había habido un golpe de estado. Ya entonces había tele en color en
nuestras casas y no teníamos que estar por los escaparates para ver lo que
estaba pasando. Hubo momentos de miedo y de incertidumbre, y no ha pasado
tanto tiempo. Todos los de la camisa azul que yo había visto cantando
marciales en la plaza seguro que estaban ya preparando su vuelta al
pasado. Pero esa vez el azar estuvo nuevamente con nosotros y todo quedó
en una burda y casposa representación media zarzuelera con un tal Tejero
pegando tiros al aire en el Parlamento, un recuerdo chusquero más que
sumar a una infancia en la que siempre te encontrabas con uniformes y
sotanas por todas partes.