Revista digital sobre el municipio de Guía de Gran Canaria (ESPAÑA)    

 
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MÚSICA DE PAPAGÜEVOS

Dulces variados

Santiago Gil

Cuando yo era niño venían los dulces a nosotros. Los viernes a mediodía, cuando llegábamos del colegio después de la clase de gimnasia- hasta que el deporte empezó a tomarse en serio en la enseñanza siempre recuerdo la clase de gimnasia los viernes después del recreo, y además hablo de una Educación Física que consistía en un balón y treinta chiquillos corriendo detrás de él por una cancha pedregosa y bacheada-, escuchábamos de lejos la letanía de los dulces variados. Se iba acercando a nosotros como nosotros nos íbamos acercando a él con nuestros deseos por hincarle el diente a aquellas milhojas que colmaban nuestra glotonería o a las benditas palmeras de azúcar que volvían dulces las tardes de la infancia. No creo que fuera siempre el mismo, pero siempre llegaba puntual los viernes sobre la una de la tarde anunciando los diferentes dulces que vendía. Había que bajar con el plato más grande que hubiera en la casa y ponerse en la cola para poder acercarnos a aquel pequeño paraíso ambulante. ¡Cómo olían de bien aquellos furgones! Cierro los ojos y recuerdo aquel olor como uno de los más intensos y sugerentes de mi infancia. La espera se hacía eterna, pendientes de que no se acabaran los petisús o las ensaimadas. Uno lo único que soñaba cuando le llegaba el turno es que el plato fuera todavía más grande de lo que ya era. Intentábamos que cupieran todos los dulces, y no recuerdo si el del furgón nos cobraba por unidades o por capacidad. Supongo que sería por unidades, pero aún así nunca teníamos bastante. Comíamos con los ojos, o más que con los ojos con el olfato. Los viernes a mediodía siempre olían a dulces variados, lo mismo que la salida del colegio por la tarde cuando sabías que ya no había clases hasta el lunes y que en casa te esperaba un festín de azúcares y cremas pasteleras. Por eso digo que los dulces nos venían a buscar a nosotros. Y eso era el viernes, porque luego el sábado por la mañana nos venían a ofrecer las truchas de batata que hacía Virginia, aunque uno nunca esperaba a que vinieran: según me levantaba de la cama me iba a buscar a Tanito y a Morera-el hijo de Virginia- o a Francis y Jesús –sus sobrinos- y me ponía a ayudar con la masa de batata y matalahúva o a moldear las truchas para conseguir como premio aquel bolón de batata con el que luego presumíamos en el pueblo. Generalmente los sábados se mezclaban los dulces variados de los viernes y las truchas de Virginia de los sábados. Ya los domingos por la mañana, e incluso algunos sábados, nos venían vendiendo panes de huevo o brazos de gitano, también de puerta en puerta, tentando con aquellos maravillosos olores nuestra glotonería y nuestro amor por los dulces. Y entretanto podías acercarte a comprar una bolsa de mantecados a Casa de Chonita o a la panificadora de la calle del Medio. No parábamos de comer dulces a todas horas. Supongo que nos salvamos del colesterol por estar todo el santo día corriendo y jugando por el pueblo, aunque ahora entiendo por qué durante unos cuantos años engordé como lo hice: me prohibieron hacer deporte, y en vista de que no hacía caso me largaron un yeso en cada pierna y me mantuvieron inmóvil casi medio año. Huelga decir que durante ese tiempo no renuncié a los dulces, con lo cual es fácil imaginar las consecuencias. Y es que a todos los dulces ya referidos habría que sumar los de los domingos por la tarde que íbamos a comprar a la Dulcería Castellanos, en Gáldar, o a la Dulcería La Rosa, en la calle Marqués del Muni de Guía.

Curiosamente al paso de tantos años uno no recuerda los sabores, o por lo menos no con la nitidez con que sí somos capaces de recordar el olor del furgón de los dulces variados cuando abría la puerta y nosotros habíamos sido los más rápidos, y por tanto los primeros en poder elegir entre todo el surtido que teníamos delante de los ojos. Y lo mismo que venían los dulces a nosotros venía la ropa, con el furgón de Ñito tocando la bocina todas las tardes para que bajáramos a buscar el pantalón vaquero o el chubasquero con gorra como el que salía en la teleserie de moda. Y venía también el afilador con su inconfundible pitido, o el lechero, también con el aviso sonoro, o Felito tocando el trompetín para que bajáramos a decidirnos entre los helados de vainilla, coco o tutti fruti – qué mágica nos ha parecido siempre la expresión tutti fruti, es como si viajáramos al pronunciarla, o como si uno se hubiera criado en el Trastévere romano, o en medio de una calle de lujo de Milán: tutti fruti, tutti fruti, no era nuestro preferido porque no nos gustaban los tropezones de fruta confitada, pero lo pedíamos siempre porque haciéndolo parecía que viajábamos o que éramos hombres de mundo-, o las sardineras del Puerto de Las Nieves, anunciando las sardinas vivitas, de Agaete, vivitas. Entonces no había ni centros comerciales ni hipermercados, y aunque resulte increíble tampoco supermercados. Había tiendas, y muchos de los complementos como el pescado, los dulces o la leche nos venían a buscar a nosotros. La vida estaba a las puertas de casa, y el comercio, y todos aquellos personajes curiosos y populares que ahora es como si se los hubiera tragado la tierra. Bastaba escuchar el altavoz o un par de bocinazos pactados previamente para que nos echáramos a la calle. Igual todavía siguen yendo por los pueblos, pero supongo que las normas sanitarias y la educación recibida nos han hecho mucho más tiquismiquis y aprensivos. Hoy en día ya casi no hay ni moscas rondando entre los alimentos, y tampoco es que vaya uno a reivindicar las moscas a estas alturas, pero como machadianas que son sabían ir a lo bueno y revolotear entre aquellos dulces de recuerdos tan idealizados. Igual ya no hay moscas no porque se estén aplicando mejor las normas sanitarias sino porque ya ni las sardinas, ni los petisús, ni la leche saben y huelen como antes. A mi sólo me basta cerrar los ojos y recordar aquellos olores para acercarme sobre la marcha al paraíso. Por eso a veces reconozco que es una ventaja contar con los recuerdos: lo guardan todo, lo mismo un olor que una mirada o un paisaje. Gracias a ellos no nos morimos del todo con el tiempo que va pasando presuroso con nosotros.

Diciembre de 2006.

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