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El barranco tenía – tiene – un nombre que, apenas pronunciado por
cualquiera, suscitaba en mi imaginación el vuelo descendente de una
bandada de aves nunca vistas. Las Garzas. A la altura de Fregenales,
frente a la sima, donde el hilo de agua caía en un terreno más bajo pero
aún tajado entre cerros y lomas, un grupo de álamos encarnaba míseramente
la presencia del bosque. El bosque: cuyo misterio nos había cautivado a
través de las ensoñaciones alimentadas por los libros de cuentos.
Un día, no recuerdo por qué, mi madre nos dijo:
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Manuel González Sosa.
Del libro EL Mirador, de Mº Dolores de la Fe y Manuel González Sosa.
La Laguna 1995.
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- En Jueves
Santo, los álamos solamente dejan ver la cara blanca de sus hojas…
Todos los hermanos pensamos en seguida en el mismo sitio y a un tiempo
nos sentimos acuciados por el ansia de asistir al portento. De
presenciarlo, no de verificarlo, porque no abrigábamos la menor duda sobre
su realidad. Pero la Semana Santa quedaba aún muy lejos; y cuando a la
vuelta de los meses llegó el día predestinado, ninguno de nosotros cayó en
la cuenta, absorbidos por otros intereses casi siempre inconstantes. Poco
después, al rebrotar el deseo, efímero otra vez, ya era tarde de nuevo, y
demasiado temprano. Y así el año siguiente, y el otro, y el otro.
Tiempo adelante tuvo ocasión de ver los álamos en la fecha en punto.
Sus ramajes mostraban la apariencia de siempre: en la trémula masa,
predominantemente verde, de un verde metálico y hasta sombrío, sólo
algunas constelaciones espaciadas dejaban ver el lado blanco de las hojas.
Para colmo, las manchas que albeaban en el follaje no eran ni impolutas ni
tersas. Pero me callé el descubrimiento y risueñamente le hice un guiño a
la vida. Supe de pronto que ella empezaba a favorecerme con sus
revelaciones.
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