Guía de Gran Canaria

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PERSONAJES POPULARES DE GUÍA (18)

Vivencias de unos jóvenes de Guía

Por Juan Dávila-García

Dentro de la normalidad de un pueblo, posiblemente la armonía y la tranquilidad del mismo, se pueda romper de manera determinante, cuando un grupo de jóvenes ciudadanos, se reúnen con el fin de llevar adelante cuestiones jamás pensables. Eso sucedió, a partir de los años 45 y pervivió hasta bien entrada la década de los 50. Éramos unos jóvenes ansiosos de romper los esquemas que regulaban la supervivencia tranquila de Guía, en cierto modo constituíamos un grupo que discrepábamos de la forma de proceder de las autoridades de nuestro pueblo y nos dedicábamos hacer cosas graciosas y simpáticas, aunque en algunos casos fueran proscritas, especialmente por la Policía Municipal. Jamás cometimos actos delictivos analizando esta palabra en su sentido más estricto.

Hace algunos años, hable con Quelita García, la esposa de Don Manuel Jiménez el maestro, para pedirle el número del teléfono de su hijo Fernando, que desde hace bastantes años reside en Almería como Médico Psiquiatra, la cual me comento con sentidas palabras, -cuanto nos echaba de menos por la vida que le dábamos al pueblo aunque fuera haciendo perrerías y por la nobleza que empleábamos en la consecución de las mismas-, se alegro mucho de verme. Estimo que este grupo tan bien avenido que formábamos, podría constituir desde mi punto de vista, estimados personajes populares, ya que nuestra actuación en aquellos años estaban revestidos de unos elocuentes signos de intelectualidad, y que yo sepa jamás se han vuelto a dar Guía.

Este insigne conjunto de amigos inseparables, estaba formado entre otros, por: José María Estévez Pérez de Salcedo, Federico Pérez Afonso y su hermano Juan Ramón, Miguel Roque Santiago, Antonio Galván Hernández, Segundo García Jiménez (qepd), Manuel Barea Guerra, Fernando Guerra Aguiar, Jesús Mendoza Bolaños (qepd), Fernando Guerra Ayala, Jesús Miranda Sosa (qepd), Ceferino Betancor Brito y su hermano Blas (qepd), José Olivares, Manuel Naranjo Sosa, Joaquín Guerra Molina, Efrén Dávila Galván y el que suscribe.

Nos dedicábamos poco menos que hacerle la vida imposible, -como ya dije anteriormente-, a los policías municipales, entre estos a los más antipáticos desde nuestro punto de vista, como eran, Juan Martínez conocido por el "Malacara", Juan Marques, Hilario Rivero y su jefe Manuel Ferreira, al resto de la plantilla les teníamos una gran estima especialmente a Manuel Pérez conocido por Manolito el Cabo.

Recordar cuando empezamos con la perrería llamada "bombas retardadas". Federico la cabeza pensante del grupo se invento este sistema, el cual consistía, en hacer explotar las bombas de los voladores de manera retardada matemáticamente calculada. Federico una vez adquiridos los petardos, tomaba un par de cordones de zapatos, -que hacían de mecha-, los cortaba en trozos todos iguales y quemando un pedazo de los mismos calculaba el tiempo –reloj en mano-, que tardaba en agotarse. Tomaba las bombas les ponía tan singular mecha, y en espacios de dos o tres minutos, les prendía fuego una a una, dándole el tiempo suficiente para que las repartiéramos por los jardines de la plaza o el que estaba al lado de la iglesia en la calle San José. Aproximadamente cada cuatro minutos iban haciendo explosión simultáneamente y nosotros sentados en la plaza, ya que nos daba tiempo para así hacerlo y por tanto evitar fuéramos señalados como los autores de tamaña gamberrada. Jamás les hicimos daño a nadie pues las situábamos tan bien escondidas, que la posibilidad de herir a alguna persona era totalmente negativa. Cuando se iniciaban las explosiones, -que procedían de diferentes lugares-, el caos entre los policías de servicio en la plaza se hacía incontenible, corriendo de un lado para otro de la plaza como verdaderas marionetas.

Otras veces utilizábamos las bombas "fétidas", que como bien indica la palabra desprendía un olor pestilente y provocativo. Federico y yo, una tarde-noche nos colamos en el cine, con los bolsillos llenos de las citadas bombas, que estaban formadas por una fina capsula de vidrio y en su interior se almacenaba un liquido viscoso que era el que producía tan maloliente olor, nos fuimos al gallinero o parte alta del mismo, recuerdo que se proyectaba la película realizada sobre los Campeonatos Mundiales de Fútbol de 1950, -en la cual quedo campeona la selección de Uruguay-. Cuando la proyección llevaba casi 40 minutos de duración, nos inclinamos hacía adelante con mucha cautela y empezamos a dejar caer sobre el patio de butacas unas cuantas de las ya citadas bombas, y corriendo nos fuimos a esperar el resultado de la acción en la puerta del cine. En poco más de tres o cuatro minutos dentro de la sala no quedaba nadie, el nauseabundo olor salía incluso por la puerta, nadie nos acuso y todo quedo en lo que fue una perrería. Otras veces nos dirigíamos con gran disimulo hacía las parejas de acaramelados novios que estaban sentadas en la plaza, y sin que se dieran cuenta, lanzábamos en las inmediaciones de las mismas alguna que otra bombita, cuando esta hacía el efecto deseado, era todo un poema ver las miradas que se dirigían entre ellos, pensando quizás que fuera otra la causa lo que produjera el mal olor. Pienso que sabrán entender a lo que me refiero.

Era tal los formulismos que empleábamos para hacernos notar, que un buen día, celebrándose en el antiguo Ayuntamiento de la calle Pérez Galdós, un pleno, con la Corporación en pleno, bajamos la palanca que daba acceso al fluido eléctrico y dejamos el mismo a oscuras, ni que decir tiene que se nos echaron encima todos los miembros de la plantilla de la policía municipal, que nos buscaron infructuosamente ya que nos metimos en mi casa por la puerta que daba a la calle de la cárcel y estuvimos allí escondidos hasta que la cosa de calmo. Solíamos ir a jugar al cementerio de la Atalaya, una vez dentro del mismo, Pedro el sepulturero, nos perseguía a través de los pasillos del mismo. Nosotros corríamos y saltando la cancela no salíamos del mismo, pero un día, tuvimos la mala suerte que mi primo Efrén Dávila, no pudo saltar, y entonces el sepulturero se hizo con el y lo denunció, manifestándole al Jefe de la Policía, -Manuel Ferreira- que éramos por lo menos diez o quince. Nuestro grupo estaba tan identificado y tan unido que cogiendo a uno de nosotros, -en este caso a mi primo Efrén-, nos identificaban a todos los demás, y así fue. Nos tomaron declaración en el cuartelillo y nos impusieron una multa a cada uno de 15 pesetas por violación del campo santo. Nuestros padres tomaron carta en el asunto y cada uno a su manera nos sacaron de nuestra piel con una soberana paliza el importe de la multa pagada.

Según la época del año hacíamos "cochafiscos" de millo y castañas, en la finca del padre de Federico y Juan Ramón Pérez en San Juan, a la misma llevábamos dos garrafones de vino abocado de 15 litros cada uno, los cuales caían uno tras otro. Solíamos pasar el túnel-galería de la presa de los Molinas, por lo menos dos o tres veces al año, en el centro del mismo había un gran charco de agua donde nos bañábamos. Este túnel citado tenía una longitud de más de 5 kilómetros, nacía encima de la presa en Barranco Hondo y terminaba en la parte alta del Hormiguero. Para llevar adelante tal travesía usábamos trozos de tea encendidos y alguna que otra linterna. Otra de nuestras excursiones preferidas y que la solíamos hacer con frecuencia era la subida al pico de la Atalaya o montaña de Ajodar, nos metíamos en una cueva llamada de las "palomas", y de los nidos le quitábamos los huevos allí depositados por estas aves silvestres o salvajes, y haciendo una hoguera los cocíamos e un trozo de casparro y nos los comíamos.

Seguir hablando de nuestra pandilla haría este tratado o trabajo interminable, solo he citado lo más sigfinicativo y elocuente de nuestras ocurrencias o vivencias. Tal vez en aquella época alguien nos tildara de gamberros, pero nuestra forma de comportarnos no tenía estas connotaciones, en el sentido etimológico de la palabra, éramos mataperros, pero nuestros sentimientos eran nobles y jamás nadie se pudo quejar de nuestro comportamiento como, maleducados, groseros o desatentos con nuestros mayores y con las señoras, solo nos perturbaba los chismes malidicentes que hacían de nosotros algunas mujeres que se estimaban pertenecer a la inexistente aristocracia de Guía y que las hacían en una tienda muy cerca de la plaza y que regentaba Victorita Beceiro.

Estimo que contar estas vivencias lógicas de una juventud sana, sin vicios, sin drogas y que se pasaba el tiempo haciendo lo que le gustaba sin dañar a nadie, merezca ser reconocida al menos como un pedazo de historia de nuestro amado pueblo y sus componentes ser reconocidos como personajes populares de Guía, por lo que significaron en una época de su grandilocuente historia.

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Juan Dávila-García

jocdavila@yahoo.es

Julio 2006.

info@guiadegrancanaria.org

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