Dentro de la normalidad de un pueblo, posiblemente la armonía y la
tranquilidad del mismo, se pueda romper de manera determinante, cuando un
grupo de jóvenes ciudadanos, se reúnen con el fin de llevar adelante
cuestiones jamás pensables. Eso sucedió, a partir de los años 45 y
pervivió hasta bien entrada la década de los 50. Éramos unos jóvenes
ansiosos de romper los esquemas que regulaban la supervivencia tranquila
de Guía, en cierto modo constituíamos un grupo que discrepábamos de la
forma de proceder de las autoridades de nuestro pueblo y nos dedicábamos
hacer cosas graciosas y simpáticas, aunque en algunos casos fueran
proscritas, especialmente por la Policía Municipal. Jamás cometimos actos
delictivos analizando esta palabra en su sentido más estricto.
Hace algunos años, hable con Quelita García, la esposa de Don Manuel
Jiménez el maestro, para pedirle el número del teléfono de su hijo
Fernando, que desde hace bastantes años reside en Almería como Médico
Psiquiatra, la cual me comento con sentidas palabras, -cuanto nos echaba
de menos por la vida que le dábamos al pueblo aunque fuera haciendo
perrerías y por la nobleza que empleábamos en la consecución de las
mismas-, se alegro mucho de verme. Estimo que este grupo tan bien avenido
que formábamos, podría constituir desde mi punto de vista, estimados
personajes populares, ya que nuestra actuación en aquellos años estaban
revestidos de unos elocuentes signos de intelectualidad, y que yo sepa
jamás se han vuelto a dar Guía.
Este insigne conjunto de amigos inseparables, estaba formado entre
otros, por: José María Estévez Pérez de Salcedo, Federico Pérez Afonso y
su hermano Juan Ramón, Miguel Roque Santiago, Antonio Galván Hernández,
Segundo García Jiménez (qepd), Manuel Barea Guerra, Fernando Guerra
Aguiar, Jesús Mendoza Bolaños (qepd), Fernando Guerra Ayala, Jesús Miranda
Sosa (qepd), Ceferino Betancor Brito y su hermano Blas (qepd), José
Olivares, Manuel Naranjo Sosa, Joaquín Guerra Molina, Efrén Dávila Galván
y el que suscribe.
Nos dedicábamos poco menos que hacerle la vida imposible, -como ya dije
anteriormente-, a los policías municipales, entre estos a los más
antipáticos desde nuestro punto de vista, como eran, Juan Martínez
conocido por el "Malacara", Juan Marques, Hilario Rivero y su jefe Manuel
Ferreira, al resto de la plantilla les teníamos una gran estima
especialmente a Manuel Pérez conocido por Manolito el Cabo.
Recordar cuando empezamos con la perrería llamada "bombas retardadas".
Federico la cabeza pensante del grupo se invento este sistema, el cual
consistía, en hacer explotar las bombas de los voladores de manera
retardada matemáticamente calculada. Federico una vez adquiridos los
petardos, tomaba un par de cordones de zapatos, -que hacían de mecha-, los
cortaba en trozos todos iguales y quemando un pedazo de los mismos
calculaba el tiempo –reloj en mano-, que tardaba en agotarse. Tomaba las
bombas les ponía tan singular mecha, y en espacios de dos o tres minutos,
les prendía fuego una a una, dándole el tiempo suficiente para que las
repartiéramos por los jardines de la plaza o el que estaba al lado de la
iglesia en la calle San José. Aproximadamente cada cuatro minutos iban
haciendo explosión simultáneamente y nosotros sentados en la plaza, ya que
nos daba tiempo para así hacerlo y por tanto evitar fuéramos señalados
como los autores de tamaña gamberrada. Jamás les hicimos daño a nadie pues
las situábamos tan bien escondidas, que la posibilidad de herir a alguna
persona era totalmente negativa. Cuando se iniciaban las explosiones, -que
procedían de diferentes lugares-, el caos entre los policías de servicio
en la plaza se hacía incontenible, corriendo de un lado para otro de la
plaza como verdaderas marionetas.
Otras veces utilizábamos las bombas "fétidas", que como bien indica la
palabra desprendía un olor pestilente y provocativo. Federico y yo, una
tarde-noche nos colamos en el cine, con los bolsillos llenos de las
citadas bombas, que estaban formadas por una fina capsula de vidrio y en
su interior se almacenaba un liquido viscoso que era el que producía tan
maloliente olor, nos fuimos al gallinero o parte alta del mismo, recuerdo
que se proyectaba la película realizada sobre los Campeonatos Mundiales de
Fútbol de 1950, -en la cual quedo campeona la selección de Uruguay-.
Cuando la proyección llevaba casi 40 minutos de duración, nos inclinamos
hacía adelante con mucha cautela y empezamos a dejar caer sobre el patio
de butacas unas cuantas de las ya citadas bombas, y corriendo nos fuimos a
esperar el resultado de la acción en la puerta del cine. En poco más de
tres o cuatro minutos dentro de la sala no quedaba nadie, el nauseabundo
olor salía incluso por la puerta, nadie nos acuso y todo quedo en lo que
fue una perrería. Otras veces nos dirigíamos con gran disimulo hacía las
parejas de acaramelados novios que estaban sentadas en la plaza, y sin que
se dieran cuenta, lanzábamos en las inmediaciones de las mismas alguna que
otra bombita, cuando esta hacía el efecto deseado, era todo un poema ver
las miradas que se dirigían entre ellos, pensando quizás que fuera otra la
causa lo que produjera el mal olor. Pienso que sabrán entender a lo que me
refiero.
Era tal los formulismos que empleábamos para hacernos notar, que un
buen día, celebrándose en el antiguo Ayuntamiento de la calle Pérez
Galdós, un pleno, con la Corporación en pleno, bajamos la palanca que daba
acceso al fluido eléctrico y dejamos el mismo a oscuras, ni que decir
tiene que se nos echaron encima todos los miembros de la plantilla de la
policía municipal, que nos buscaron infructuosamente ya que nos metimos en
mi casa por la puerta que daba a la calle de la cárcel y estuvimos allí
escondidos hasta que la cosa de calmo. Solíamos ir a jugar al cementerio
de la Atalaya, una vez dentro del mismo, Pedro el sepulturero, nos
perseguía a través de los pasillos del mismo. Nosotros corríamos y
saltando la cancela no salíamos del mismo, pero un día, tuvimos la mala
suerte que mi primo Efrén Dávila, no pudo saltar, y entonces el
sepulturero se hizo con el y lo denunció, manifestándole al Jefe de la
Policía, -Manuel Ferreira- que éramos por lo menos diez o quince. Nuestro
grupo estaba tan identificado y tan unido que cogiendo a uno de nosotros,
-en este caso a mi primo Efrén-, nos identificaban a todos los demás, y
así fue. Nos tomaron declaración en el cuartelillo y nos impusieron una
multa a cada uno de 15 pesetas por violación del campo santo. Nuestros
padres tomaron carta en el asunto y cada uno a su manera nos sacaron de
nuestra piel con una soberana paliza el importe de la multa pagada.
Según la época del año hacíamos "cochafiscos" de millo y castañas, en
la finca del padre de Federico y Juan Ramón Pérez en San Juan, a la misma
llevábamos dos garrafones de vino abocado de 15 litros cada uno, los
cuales caían uno tras otro. Solíamos pasar el túnel-galería de la presa de
los Molinas, por lo menos dos o tres veces al año, en el centro del mismo
había un gran charco de agua donde nos bañábamos. Este túnel citado tenía
una longitud de más de 5 kilómetros, nacía encima de la presa en Barranco
Hondo y terminaba en la parte alta del Hormiguero. Para llevar adelante
tal travesía usábamos trozos de tea encendidos y alguna que otra linterna.
Otra de nuestras excursiones preferidas y que la solíamos hacer con
frecuencia era la subida al pico de la Atalaya o montaña de Ajodar, nos
metíamos en una cueva llamada de las "palomas", y de los nidos le
quitábamos los huevos allí depositados por estas aves silvestres o
salvajes, y haciendo una hoguera los cocíamos e un trozo de casparro y nos
los comíamos.
Seguir hablando de nuestra pandilla haría este tratado o trabajo
interminable, solo he citado lo más sigfinicativo y elocuente de nuestras
ocurrencias o vivencias. Tal vez en aquella época alguien nos tildara de
gamberros, pero nuestra forma de comportarnos no tenía estas
connotaciones, en el sentido etimológico de la palabra, éramos mataperros,
pero nuestros sentimientos eran nobles y jamás nadie se pudo quejar de
nuestro comportamiento como, maleducados, groseros o desatentos con
nuestros mayores y con las señoras, solo nos perturbaba los chismes
malidicentes que hacían de nosotros algunas mujeres que se estimaban
pertenecer a la inexistente aristocracia de Guía y que las hacían en una
tienda muy cerca de la plaza y que regentaba Victorita Beceiro.
Estimo que contar estas vivencias lógicas de una juventud sana, sin
vicios, sin drogas y que se pasaba el tiempo haciendo lo que le gustaba
sin dañar a nadie, merezca ser reconocida al menos como un pedazo de
historia de nuestro amado pueblo y sus componentes ser reconocidos como
personajes populares de Guía, por lo que significaron en una época de su
grandilocuente historia.
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